La vi sentada al borde del embarcadero, jugando con un trozo de hilo que se le habría descosido de la chaquetita verde que la abrigaba de la primaveral brisilla que corría a la orilla del río. Estaba tan hambrienta de silencio que decididí perturbarla y sentarme a su lado. Arquéo sus cejas con un gesto que parecía decir "de nuevo por aquí eh, viejo compañero" y de nuevo volvió a sus quehaceres de deshilachadas espinas que se nos estaban clavando a ambas en lo más profundo de nuestra nostalgia. Y así era. La historia del nunca acabar.
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